Nuevos comienzos

 Septiembre es un mes propicio para empezar etapas. Tras el descanso veraniego, el comienzo parece natural y se construye desde una base necesaria. Alterno los pasos de camino a casa tras ver Oppenheimer. El final de mi etapa se alinea con el estreno de la nueva película de Nolan. Oppenheimer tiene una parte en la que se muestra a Cillian Murphy en una habitación en Cambridge idéntica a la que fue mía, con ese blanco con aire de testigo implacable, la lluvia constante tras una ventana gris, y ‘La tierra baldía’ de T.S. Elliot en las manos, tal y como estaba en la mesa de mi escritorio mirando a Kings College. Aunque esta etapa fue considerablemente larga en la vida de Oppenheimer, las escenas en Cambridge sólo duran diez minutos frente a un metraje de tres horas. Esta idea me resultó inspiradora, poniendo en perspectiva la naturaleza de las etapas, y haciendo mi mudanza algo más ‘llevadera’ entre aviones y maletas cargadas (que otra vez han excedido el límite de peso de Ryanair).

Pero no se engañen, ‘llevadera’ y ‘fácil’ no son sinónimos. El final de una etapa incita al repaso, a recorrer los años buscando recuerdos, a cierta idealización al eliminar el cerebro el trauma de maneral natural. No se puede recordar una emoción igual que no se recuerda un olor hasta volver a olerlo, y esto puede llevar a cierto revisionismo motivado por el apego. Ese apego que nos genera tristeza por abandonar algo, independientemente de que este algo haya sido remarcable. Todos recordamos aquel ‘best seller’ malo que nos dio pena acabar al final del verano, o aquel bodrio de serie que se antojaba insoportable hasta el día de su último capítulo. Esto es sólo el apego, la costumbre que nos hace sentir en casa, lo malo conocido es mejor que lo bueno por conocer por el mero hecho de ser conocido. No sé si esto es comodidad, o la falta de fe que caracteriza al hombre (ni un grano de mostaza), pero es desde luego un vicio. Al final de una etapa, uno llega incluso a amar aquello que motivaba el fin, aquello que quería abandonar, porque la incertidumbre se vuelve a hacer presente. Uno tiene que volver a empezar, volver a crear un microcosmos, volver a encontrar una iglesia con campanas sonando los domingos, un supermercado con ofertas, un bar de confianza donde nos llamen por nuestro nombre. Seguir conociendo gente y lugares es garantía de infelicidad a tiempo parcial, o decepcionamos o somos decepcionados, pero el proceso cognitivo nos convierte en lo que somos.

Cuando la nueva etapa implica la vuelta a casa, el comienzo es aún más complejo porque el comienzo es un reinicio. Todos nos llaman por nuestro nombre, pero esa palabra tiene ya connotaciones diferentes, nuevas acepciones. Entonces se teme sentirse fuera de tono, no pertenecer, volver y no tener casa, porque la casa se ha convertido en llevarse a uno mismo a cuestas. La vuelta tiene sentido de etapa y comienzo porque implica unas raíces, una tierra prometida que no se inventa, se retorna. Pero ese lugar no ha realizado el viaje del que vuelve, por lo tanto el lugar se mantiene inmutable, y el que vuelve es otro. Uno se cansa de vivir en lugares donde un nombre no es nadie, donde puede ser libre como un torero en invierno como decía Belmonte.

Parte del miedo al final de lo presente, es el sentido de proyecto acabado. El fin, la meta que fue proyecto se materializa. El proyecto deja de existir por su consecución. Decía María Zambrano que el sacrificio es proyecto, y esto define la existencia de los hombres. Si el proyecto no está bien orientado, si no es suficientemente ambicioso, su consecución será tan desprovista de sentido como intrascendente. Por eso el proyecto de la riqueza, la casa en la playa y el coche, no puede ser un proyecto como fin. Por eso el mundo vive en un reinicio de proyecto corto y materialista que abarrota los divanes de psicoanalistas freudianos y las ventas de manuales estoicos en Amazon. El hombre no puede ser un reinicio de proyecto vacuo constante.  El hombre debe ser proyecto continuo de algo mayor, porque una vida cuyo proyecto principal está definido por etapas geográficas, compras de inmuebles, o puestos de trabajo en consultoras; se vuelve al fin y al cabo vacío, precisamente cuando llega a realizarse en su falta de sentido. Sólo lo que define nuestra naturaleza debería ser el proyecto, el resto son capítulos o etapas de un todo. Hay ciertas formas de compromiso que se dan de forma natural, de acuerdo con lo que somos, con nuestra creación desde la piel al pensamiento en un sentido tomista. El proyecto y el éxito de una paloma es vivir y volar, porque esa es su naturaleza. Nosotros tenemos una naturaleza común como hombres, y una particular como vocación, y todo lo que nos aleje de esto nos hará infelices, porque no podemos autodeterminarnos. Identificar los matices de esa naturaleza no tarea sencilla, pero ya dijo Rilke: «no he llegado hasta la música, pero si conozco los sonidos».

Aunque el miedo late en las manos, aunque con los años uno prefiere la felicidad moderada que la búsqueda del éxtasis, debemos obligarnos a tener fe en cada comienzo, en cada inicio, en cada etapa. Ante todo, en palabras de Chesterton: «el mayor pecado es seguir viviendo en el jardín del Edén y no ser conscientes, ser los únicos testigos, los únicos que tienen ojos de Dios, y no ver».

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