La Educación, el burdel más barato

                                                                                                                                                   



Alto jornal
Dichoso el que un buen día sale humilde
y se va por la calle, como tantos
días más de su vida, y no lo espera
y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto
y ve, pone el oído al mundo y oye,
anda, y siente subirle entre los pasos
el amor de la tierra, y sigue, y abre
su taller verdadero, y en sus manos
brilla limpio su oficio, y nos lo entrega
de corazón porque ama, y va al trabajo
temblando como un niño que comulga
mas sin caber en el pellejo, y cuando
se ha dado cuenta al fin de lo sencillo
que ha sido todo, ya el jornal ganado,
vuelve a su casa alegre y siente que alguien
empuña su aldabón, y no es en vano.
Claudio Rodríguez


«El que abre la puerta de una escuela cierra una prisión» decía Víctor Hugo, por lo que parece que todos nuestros políticos están más interesados en invertir en prisiones, o en tenernos a todos conviviendo en una de puertas abiertas. La educación ha sido y será la base de una sociedad sana. Precisamente por su importancia, podemos observar cómo desde todos los sectores intentan controlarla, moldearla, sesgar sus modos y motivaciones. Cada cuatro años hay elecciones, y si estas implican el cambio de gobierno también implican el cambio de libros, de plan, de verdades, de metodologías... Ojalá el éxito educativo, o mejor dicho, el fracaso, no dependiera de la falta de consenso, pero por desgracia, la ausencia de un pacto educativo nacional y objetividad en los criterios es responsable de mucho fracaso. Por un lado el estado necesita moldear borregos que aplaudan, y por otro, ciertos sectores quieren convertir la vocación por el conocimiento en mera formación para las empresas. Los resultados son una pobre formación técnica, profesional, académica, y personal, que afecta con más dureza a aquellos con menos recursos. Además, sumemos que la figura del profesor, del ‘maestro’ ha sido denostada en todos los aspectos. Nos parece normal que un médico que va a abrirnos en canal haya tenido una formación exigente y sea de los ‘mejores’, pero no vemos tan importante que los que educarán las siguientes generaciones lo sean. Y es que en este mundo que sólo da valor a lo productivo, no se castiga la ignorancia cuando creemos que es gratis.

 

La educación comienza desde el nacimiento en el seno de una casa, y dentro de una casa es donde esta adquiere más importancia. Por desgracia, no todas las casas tienen los mismos medios, pero por gracia vivimos en comunidad. La educación fuera de casa comienza en la educación infantil y primaria, las cuales son medio de aprendizaje intelectual y social. Recuerdo perfectamente los primeros amigos en la guardería, aprender a leer con aquel libro ‘Micho’ que tenía las letras en colores llamativos sobre blanco, con dibujos de gatos. Esta educación requiere de una mezcla de ternura, vocación, y capacidad de enseñanza muy complejas para transmitir conceptos sin caer en el infantilismo. Un profesor a estas edades tiene un perfil marcado de ‘maestro’, porque no sólo enseña las asignaturas (cosa que ya entraña complejidad), también pone las primeras piedras de la educación que complementa los valores familiares. Justo por esto, tiene una importancia capital para la sociedad. Darle este estatus social al profesor ayudaría a que los padres entendieran el espacio del profesor y confiaran en su criterio, igual que confían en su urólogo cuando toca zonas delicadas. Por otro lado, no es sólo culpa de los padres, la formación de estos profesores debe ser exigente para dotar al ‘maestro’ de prestigio, y no la carrera con nota de corte más baja, ridiculizada por tocar la flauta dulce, y maniatada cada cuatro años de una forma diferente por el partido vencedor en forma de programas prostituidos en un burdel que les sale muy barato.

 

En la secundaria, la balanza equilibrada del maestro empieza a decantarse por el lado académico. Recuerdo la relación de Robin Williams, como ese profesor y maestro que acompaña, con Matt Damon en ‘El indomable Will Hunting’. Una relación en la que el profesor de secundaria es capaz de equilibrar el intelecto con una profunda ternura y paciencia, algo necesario y complejo en la etapa adolescente. En secundaria ya comenzaba el famoso «¿a qué quieres dedicarte?», algo que me parecía imposible de decidir. Recuerdo las palabras de mi profesor, Julio, que me decía el último año: «como te metas a filología hispánica te matan tus padres, y luego me matan a mí». Y es que me salté alguna que otra clase hablando con Julio de versos, cosa que era inconfesable por entonces. Leer a Bécquer y regatear por la banda izquierda en el equipo del colegio no eran compatibles. Tras la secundaria, todos estamos igualados con una enseñanza base y obligatoria que debería ser de calidad sin adoctrinamientos, pues la mejora de las personas redunda en el bien común de la sociedad. Pero claro, ahora podemos preguntarnos si les interesa a los políticos ese bien común, o que seamos borregos que no se enteran de nada. Es decir, su propio bien.

 

Tras la enseñanza obligatoria (y el bachillerato), llega el momento de la enseñanza universitaria, algo que está pasando de prestigioso a desprestigiado en la universidad pública española. Por un lado, hemos introducido la idea de que estudiar en la universidad es un derecho, es para todos, y que da una suerte de prestigio intelectual, a la vez que más dinero en el futuro. Por lo que todo mundo estudia, en muchos casos ‘por sacarse algo’. En este momento, el estado y lo público pervierten le idea de la educación, pues su obligación no es dar una beca a quien ‘desee’ estudiar o a quien no tenga nada mejor que hacer, aunque no sirva para los estudios. La obligación del estado es ofrecer una universidad de calidad que garantice que quien tenga vocación para los estudios, y capacidad, pueda disfrutar de ese estudio a un coste cero en caso de que no pueda pagarlo. De otra manera, el título universitario se convierte en papel de liar tabaco, y la universidad no tiene fondos para investigación, ni profesores pagados y valorados acorde con sus méritos. Favorecer que quienes no tienen vocación y capacidad para el estudio consigan un título aleatorio, sólo sirve para degradar la vocación del estudio, y la universidad en sí. Sobre todo, porque esa persona podría realizar un empleo para el que tenga habilidades (la formación profesional juega un papel valioso y esencial en esto), o ganar más dinero en otra ocupación (si es que ese fuera el objetivo). Es curioso que en una sociedad que desdeña la intelectualidad luego requiera de un título universitario para tener ‘seguridad’ o respeto, porque precisamente ese título implica una vocación al conocimiento que la propia sociedad no respeta.

 

Por otro lado, algo llamativo en la universidad es la evolución de los planes de estudio, y el debate de la adecuación del conocimiento al mundo laboral. Recuerdo que cuando tenía veinte años no paraba de escuchar en clase a la gente diciendo que debíamos estar mejor preparados para las empresas, para lo que se demanda en el mercado, y por un lado entendía la necesidad de ser personas de nuestro tiempo y ser conscientes, pero por otro, siempre me he planteado que la maestría en un área de conocimiento y el aprendizaje siempre va a tener asociado un empleo o dedicación. Hablando mal y pronto, alguien que esté dispuesto a pagar por ese conocimiento, porque aporta valor. Corremos el riesgo de que las universidades se conviertan en esclavas de las necesidades y criterios mercantiles, y sobre todo, de permitir que las empresas aprieten las tuercas a la universidad para que les prepare empleados perfectos como si fuera un traje a medida. En la educación universitaria, una persona debería buscar el desarrollo científico, humanístico, artístico, tecnológico, y de organización social; que mejore la sociedad en la que habita. Pero ya sabemos que la teoría es vulnerable a la perversión.

 

Tras la etapa formativa, todos entramos al mundo laboral. Y vivimos unos días en los que el empleo define socialmente lo que somos aún más que antes, cuando el nivel cultural o formativo de alguien, no tiene por qué tener una relación con el estado de sus cuentas o su ambición en inversiones bursátiles. Además, el sectarismo de valorarnos por nuestra ‘identidad laboral’, se acaba con la propia laboral. Llegará el día en que nuestras carnes cuelguen y que no tengamos ni capacidad ni fuerzas para seguir trabajando, y las empresas no estarán interesadas en nosotros. Ese día, la identidad que hacía a algunos definir su persona, se esfuma, y entonces queda una parte de la vida por delante con riesgo de un tremendo vacío. Si la vida pasa a ser ‘vida útil laboral’, llegará un momento en que nos quedaremos sin vida, pero nos quedaran días que seguir viviendo, y el mismo mundo que da el prestigio de posición y sueldo un día, da la espalda el siguiente. Ese día, recordaremos si seguimos educándonos, y qué nos definía más allá del famoso «¿a qué quieres dedicarte?» que desembocó en ser un puesto de trabajo, y nada más, si no lo controlamos.

 

           Encontremos un empleo que nos guste, seamos ambiciosos por logar aquello que nuestros dones y esfuerzo nos han dado la posibilidad de lograr, y generemos una buena vida gracias a esto; pero no nos dejemos engañar por las luces de neón. Lo único claro, es que parte de nuestra tarea para que el mundo pase de mejor ‘conocido’ a mejor ‘posible’ es salvar la educación dándole el peso que tiene. Un país es rico porque tiene educación, la educación vuelve a las personas libres para realizar el bien común y expulsar a los tiranos de los pedestales, los mismos tiranos que regentan el burdel de la educación hoy día.

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