La Dolce Vita
Volvía a
casa hace unos días tras ver ‘Parthenope’, la nueva película de Sorrentino. Además de salir del cine enamorado de la actriz Celleste Della
Porta, venía pensando en la belleza de la ciudad de Nápoles y el Mediterráneo,
en la belleza absoluta que sobrevive nuestra muerte, ya seas un provinciano, un
asiduo de la ’jet-set’, o una diosa griega como la protagonista. Al final,
todos aquellos que quemaron la Nápoles de mediados de siglo veinte se
esfumaron, y tras su ‘dolce vita’ no dejaron nada, pero Nápoles sigue en pie,
con sus mismas luces y sombras.
La
mayoría de las veces en nuestra vida elegimos algo porque no queremos la otra
opción, porque los descartes se antojan claramente peores. Durante los años que
he vivido en grandes capitales europeas, o en Reino Unido, yo apreciaba lo
bueno que me ofrecían cultural, socialmente, y a nivel laboral, pero por otro
lado, vislumbraba un proyecto de vida que no era el mío. También habrá el que
consiga retirarse y ordenarse en estos lugares, desde luego, pero es complejo,
y para mí con ‘veintipocos’ era complicado no estar todo el día en la calle
enriqueciendo a los dueños de Malboro, y a bares de toda clase (todavía espero
dividendos algún día). Entiendo que para el que sea nacido o criado allí, la
situación será diferente, pero a mí me resultaba difícil aceptar que tenía que
renunciar a tanto para vivir esa vida a largo plazo, sin necesidad. Algunas de estas grandes ciudades en las que
he vivido plantean una vida dulce que anestesia, embalsama, dando un poco de
aditivo allí donde la realidad se vuelve inevitable y cruda, disfrazando la
existencia de páginas de novela. Esta vida de dulce no paraba de recordarme dos
de mis películas favoritas ‘La dolce vita’ (1960) y ‘La gran belleza’ (2013), su
análisis del mundo y la sensibilidad, dos análisis con cincuenta y tres años de
diferencia, y un mismo diagnóstico.
La dolce
vita es una de las grandes películas del genio Federico Fellini. Además de
profunda, esta obra tiene un cariz icónico por la ciudad de Roma, por los
coches, por la escena en la Fontana di Trevi... Además, el título capta el
comienzo de una degradación galopante, que para Fellini se materializaba en la
‘alta’ sociedad romana. Lo curioso fue la disparidad de interpretaciones que
hubo a raíz de este núcleo claro de ideas. Contaba el jesuita italiano Nazareno
Taddei que Fellini lloraba al ver que la crítica y la gente no entendía su
película. No se entendió la inspiración cristiana que él decía tenía su
película. Sin ir más lejos, en la primera escena, varios helicópteros mueven
por el aire una gran figura de Cristo hacia no se sabe dónde, y parece no
importarle a nadie, como metáfora de la despreocupación social por la
trascendencia. Con esto, Fellini comenzaba un grito de auxilio, en el que manifestaba
que la religión y la trascendencia humanas han pasado de la plaza pública a
esquinas. Este grito de auxilio es una crítica a un mundo cambiante tras las
grandes guerras, una mirada que identifica muchos de los males, pero sin
embargo, Fellini no quiere o no es tan osado como para proponer una solución; no
quiere especificar si ese grito busca ayuda o es sólo rabia, si desea cualquier
ayuda o ninguna. El entonces arzobispo de Milán, que posteriormente fue el Papa
Pablo VI, descalificó la película aludiendo a su inmoralidad. Probablemente por
esa ambigüedad moral y mostrar una completa desesperanza, incluso orgullo en la
decadencia. Esto es en cierto modo cierto, pero otros sectores de la Iglesia no
la condenaron y entendieron la inspiración de Fellini para hacer esta crónica
amarga, de una sociedad en la que poco calaban los discursos generadores de
sentido, pero incapaz de encontrar otra opción en su emancipación más allá del
profundo nihilismo. Esta película, en los años sesenta, era una premonición y
una observación novedosa, pero cuando llega a España en los años ochenta (tras
censuras), el nacimiento de cierta decadencia que se observaba en su concepción
ya estaba consumada en una sociedad cuyos valores estaban siendo poco a poco
sustituidos por el consumo. La dolce vita pone el punto de mira en la lujuria,
la frivolidad, la falta de medida y sentido común, y la despreocupación moral.
La figura del periodista Marcello con inquietudes de algo más, deslumbrado por
Roma y sus feriantes, vaticina cómo los días de vacas gordas desembocaran en
una resaca social de desconcierto, en un vacío existencial inevitable. Esta
corriente podemos verla en la generación perdida de Hemingway, en la ‘nouvelle
vague’ francesa, y en muchos movimientos artísticos y escritores que exploraban
ese vacío más allá del orden moral anterior, cayendo a mi juicio, en la mayoría
de las ocasiones, en una rebeldía como fin en sí mismo fruto de su nihilismo.
Pasan
los años, y en 2013, Paolo Sorrentino estrena ‘La gran belleza’, alzándose con
el Oscar a mejor película extranjera. Han pasado los años, la Roma de
Sorrentino no es la misma ciudad que la de Fellini, es su consecuencia.
Sorrentino, lejos de un homenaje, crea su obra magna alrededor de unos motivos
parecidos, pero en este caso, el personaje de Jep Gambardella tiene una
profundidad y complejidad que supera las vicisitudes morales del Marcello de la
dolce vita. Gambardella es profundamente inteligente, es consciente de la
verdad, de su vocación escritora, del éxito que tuvo su primera novela, y sobre
todo, Jep es consciente de lo duro que es vivir una vida consecuente con su
vocación. Sin embargo, debido a la dureza de ser consecuente, Jep decide vivir
ajeno a la verdad, y ahí es donde Sorrentino tiene maestría para mostrarnos los
múltiples artificios que el mundo moderno tiene para apoyar esa decisión, una
decisión que hace que la rueda siga moviéndose y todos caminen como borregos. Sorrentino
tiene también instantes en los que demuestra su capacidad para mostrar la
belleza, y esta belleza nos salta a la cara deslumbrante por contraste con el
mundo grotesco de la Roma perteneciente a los cínicos de clase poderosa. Nuevos
ricos, aristócratas decadentes frente a su falta de capital, pseudointelectuales
trasnochados, ‘artistas’… un mundo de mentira en el que prima la apariencia
circunstancial sobre la sustancia real de las cosas. Un mundo donde el cinismo
y la despreocupación han sustituido a la verdad. En el centro de este caos, Jep es el tuerto en
medio de los ciegos. En la parte final, Jep tiene un encuentro con una monja
misionera, la cual le pregunta por qué nunca ha vuelto a escribir un libro, a
lo que Gambardella contesta: «buscaba la gran belleza, pero no la he encontrado».
Jep se justifica en su falta de entrega porque sabe que la búsqueda de la
belleza y la verdad usando su sensibilidad es la tarea de toda una vida. Y no
haberla encontrado, pero saber que existe la búsqueda, es su escusa consigo y
el mundo, es la mentira en la que elige vivir, porque no cree en nada más allá
de sus anestesias. Tras su encuentro con la monja misionera, Jep y su
caricatura de sí mismo caen derrotados. Se reencuentra con su vocación, con la
realidad, con lo que amó. Esto permea su armadura y rompe su máscara de cinismo
intelectual, se completa una catarsis. Frente a la rendición de Marcello al
final de la película de Fellini, Sorrentino nos dice, que nunca es tarde para
la redención, y es que más allá de Fellini, Sorrentino ve la enmienda,
disecciona el deterioro pero no condena para siempre. Como dice Kafka en sus
diarios: «Y, sin embargo, esperanza». Su película no es tan solo una crónica de
cierta élite decadente del mundo moderno, sino también una reflexión profunda
sobre la nostalgia, el amor, y la creatividad. Sorrentino nos invita a ver el
materialismo contemporáneo, y a buscar la verdad tras la apariencia, buscar la
realidad de las cosas que están presentes en nuestra vida: la belleza. Realza
todo el tiempo la belleza de lo eterno, de la trascendencia, de la historia de
Roma, como atemporal frente al materialismo perecedero, igual que hace con
Nápoles frente a la belleza caduca de Parthenope.
Tras la caricatura
de la sociedad en estas películas, es lógico reflexionar sobre nuestro mundo y
las anestesias o dulces antes mencionadas. Para ello no hace falta ser un gran
intelectual, ni pertenecer a la élite social de Roma con sus gastos
desorbitados, basta con mirar alrededor, con mirarnos, y ver que las anestesias
de la ‘dolce vita’ van en contra de cualquier proyecto a largo plazo. La
preocupación por poder pagar la entrada de un piso no se lleva bien con las
subidas de menú degustación del restaurante de moda, el irresistible nuevo
abrigo de Uniqlo, la rebaja de un diez por ciento en la nueva raqueta de
Alcaraz…, el que escribe esto tiene un reloj Garmin de runner en la muñeca (que
era imprescindible, como no). Disfrutar de las cosas no es malo, pero la
espiral viciosa de oferta de todo tipo nos puede si no la miramos de reojo,
porque un cúmulo de anestesias se convierte en un sueño eterno. Esa espiral es
la orgía de consumo que exagera Sorrentino. Si no existe orden ni un ritmo
propio en la persona, un proyecto, el mundo moderno ofrece un ritmo que hace
creer a las personas que están solas si no entran en él.
Podríamos
creer que de manera natural hemos perdido nuestro sentido trascendente y
nuestra vocación comunitaria frente a una vida desarraigada de colmena.
Podríamos pensar que el mundo se mueve por tendencias espontáneas, pero creo
que estaríamos siendo demasiado ingenuos. Belloc, plantea un análisis de los
fenómenos del mercado en su época, y cómo veía la evolución hacia un estado que
convierte a sus habitantes en serviles, y no por obligación, o tortura, sino
encontrando una forma de hacerles creer que es una elección ‘libre’. Y este
servilismo no se logra con latigazos y mecanismos de Orwell, se logra
embalsamando, endulzando, haciendo dependiente al hombre de unos ritmos.
Aparece entonces la gran paradoja del joven urbanita, que mientras disfruta de
un espectacular Djokovic - Sinner en tribuna, se queja de no tener pan para
mañana, pero sí una gran oferta para el partido de semifinales. Así podemos ver
como siguen meciendo nuestra hamaca mientras nosotros dormimos, así vemos como
desde Fellini hasta Sorrentino se vislumbraba algo, ese algo sigue siendo
palpable hoy, y va frontalmente en contra del arraigo y el proyecto a largo
plazo.
El
arraigo es una necesidad humana, es parte de nuestra naturaleza, y desde el
arraigo a un lugar, unas tradiciones, y una familia, crecemos. Las relaciones
duraderas con los lugares y las personas construyen una pertenencia que nos
invita a entregarnos de una forma más continua y con significado.
Cuando
yo era el chaval que terminó de ver ‘La gran belleza’ por primera vez, me sentí
superado por un tsunami. Sentía que muchas respuestas a las preguntas que la
gente callaba estaban ahí, y que el hastío y la decepción del mundo convivían
con la belleza y la bondad en cada cambio de plano. Han pasado diez años y sigo
acudiendo a esta película cada cierto tiempo para buscar inspiración, para
apreciar matices, para mirar en Jep al hombre en el que podemos convertirnos,
para creer en la belleza y la nostalgia que subyacen bajo el hormigón de las
calles. No se dejen caer en la vida embalsamada y dulce que separa de la
realidad, no caigan en el cinismo y la desesperanza, no dejen que una libertad
mal entendida les separe de su naturaleza, que es mayor que las minucias de
este mundo, como la sensibilidad a la belleza de Jep es mucho mayor que la
sociedad en la que vive.