Hay mañanas que empiezan
diferente, comienzan con una ducha purgando el sueño, la radio sonando, y el
tiempo justo de vestirse antes de salir a la calle. Otras, con menos suerte, se
comparte el silencio de la mañana con el café y la tostada a solas en casa, con
una sensación de mero trámite en el aire. En Sevilla nos acostumbran, o nos
acostumbramos, a una especie de compromiso con las calles, en el que prometemos
ser clientes habituales a cambio de poder ser testigos (o partícipes) de todo
lo que pasa en la ciudad. Esto comienza por las mañanas, cuando uno sale de
casa y deja de ser promesa para volverse hombre, con el rito del desayuno en la
calle.
Existen tantos ritos del
desayuno como personas, como días del año, como bares que hacen esquina y
ofrecen un mollete y olor a café. El desayuno en la calle es un placer de
diario, o un vicio, que se disfruta de manera diferente los días laborables que
los fines de semana. Permite una cierta intimidad, ya sea con uno mismo o con
los compañeros habituales, para una conversación clara y concisa porque se sabe
de su brevedad; los maletines y las mochilas están apoyados en la mesa de
manera incriminatoria, anticipando un final inminente. El desayuno tiene dos
turnos clásicos: el de primera hora, y el de media mañana (alrededor de las
once). Son turnos muy diferentes pues, el de primera hora suele ser algo más
solemne, suele haber más gente a solas disfrutando café y periódico, mientras
que el de media mañana suele estar marcado por la pausa laboral, los descansos
de biblioteca, o gente que para un momento mientras hace cualquier recado en un
día ajeno a su rutina habitual. Los dos turnos del desayuno son como la
película ‘Melinda y Melinda’ de Woody Allen, pues representan dos caras de una
misma moneda, dos maneras de entender una misma historia definida por la forma
de contarla.
Desayunar en la calle es un
ejercicio que se entrena, se perfecciona, del que se aprende poco a poco. De
pequeño, el desayuno en la calle era ir a Casa Molina con mis abuelos, porque a
mi abuelo le gustaba el sitio y había buen jamón, pero para mí simplemente era
disfrutar un día de la semana en el que mis abuelos me daban una tostada fuera
de casa y me compraban algo en el quiosco. Ese momento era especial, aunque no
supiera por qué, desayunar y leer en las mañanas, era un aprendizaje. En verano,
mi abuelo y yo nos levantábamos con el sol mientras el resto dormían. Caminábamos
con temblor por el frío de las mañanas de verano, como sonámbulos camino de la
orilla. Paseábamos a la churrería de Urbasur, al lado del bar Atlántico.
Tomábamos churros y café, él se fumaba un puro, y dábamos un paseo después de
vuelta a casa. Repetía el mismo juego con mi tío Pepe en el antiguo casino
Arias Montano, en Aracena. No dejo de recordar esas mañanas porque no quiero
perderlas, esas vistas al paseo y tostadas de pan de pueblo, ese levantarme
temprano de forma automática desde niño, ese café y lectura en la mañana, y su
silencio que mantengo hasta hoy.
Años después, la vida
universitaria te da la oportunidad de descubrir el desayuno en la calle en
profundidad. Aprendes que es mejor que comer en la calle porque después no
tienes modorra, y mejor que cenar porque es un inicio o una pausa en el día y
no algo conclusivo. Se desayunaba rápido y por pragmatismo (si pretendías
aprobar algo), cerca de la biblioteca de derecho. Los cafés me recordaban a la
versión ‘fast-food’ de un bar y desayuno decentes, abarrotados, y con un café
que podría venderse como desatascador de tuberías. Sólo voy a quejarme de una
cosa en los desayunos de mi querida ciudad, y es la manía en muchos sitios de
poner los cafés en vaso de cristal en vez de en taza. Ni aprecio quemarme los
dedos (por ello el invento de la taza), ni me gusta que lo enrasen tan hasta
arriba que siempre se me caiga (sí, tengo un tembleque digno de estudio). En
general, no entiendo el por qué, además creo que son los del clan del café en
vaso los que deberían especificar que lo quieren en vaso, y no los demás. Quererlo en taza debería ser la forma por
defecto.
Recuerdo la anécdota de un desayuno
en Sevilla con Fabio en la Puerta de Jerez. Éramos dos niños, un día con tiempo
libre, íbamos relajados paseando y nos sentamos en el centro como Jude Law y
Matt Damon en ‘El Talento de Mr. Ripley’ se sientan en el centro de Roma.
Fuimos a pedir, el camarero, al vernos la cara de niños autóctonos, nos quitó
la carta y nos dijo delante de todos los ‘guiris’: «Vosotros café y tostada con
jamón tres euros, que sois de aquí, chavales». En ese momento nos miramos, y
nos sentimos los protagonistas de una novela picaresca barroca, dueños de la
ciudad.
Desayunar en la calle se
puede ejecutar de muchas maneras, pero solo en el enclave mediterráneo se
entiende de la manera que lo entendemos. Cuando lo intentan en el mundo
anglosajón se ve claramente que es un disfraz. El desayuno más famoso del cine
americano evidencia esto: la imagen
icónica de Audrey Hepburn con un pretzel y un café. Desayuno para llevar,
andando, en fin, conmigo no existiría película porque habría salido huyendo de
ella. Tampoco comprenderé nunca la gente que prepara desayunos demasiado
elaborados en casa justo después de levantarse. Desconfío de ellos.
Con los años no he perdido
el gusto por levantarme temprano, por salir solo a la calle, porque todo se
vuelva domingo al necesitarnos el mundo y yo mutuamente. Con la voz agachada y
los silencios, con esos pasos veloces y torpes, callejeando como una flecha
para llegar a la cafetería y deshacerme en una mesa como la nieve al tocar el
suelo. Ese rato es un reencuentro, con suerte paz, aunque sea por pocos minutos
cada día.
Por favor, en vez de
desayuno en la cama, que me den un vaso de agua fría, me empujen a la ducha, y
me abran la puerta de casa; ya desayunamos en la calle.