Vivir en la playa
Una de las bondades del teletrabajo, es poder refugiarte de la ciudad incluso al final del verano, cuando acaba el año y el corte inglés empieza a vender de nuevo faldas de cuadros y mochilas. Llega el momento del éxodo, y, el mismo lugar de costa que ha sido el oasis de muchos, empieza a tomar un cariz nostálgico.
Esa flexibilidad del teletrabajo, ayuda a que el verano no se
convierta en una metralleta de reservas y fuegos artificiales continuos. Hablando
con la gente se observa una suerte de competición por agrupar el mayor número
de vuelos, destinos, experiencias, y catálogo de fotos en el menor tiempo
posible antes de volver a la rutina. He vivido este año muchas conversaciones,
en las que finjo estar pasmado e interesado con la planificación que la persona
en cuestión ha elegido para agobiarse sus escasos días de libertad. Estos planes superlativos abarcan desde el
barco en Formentera, hasta recorrer Tailandia vestidos con un pantalón étnico para
ponerse cerca de un elefante (pero no mucho) y comerse un ‘wok’. El problema no
es el viaje (cosa que me encanta), sino que realizan estos, y tres más, de
forma abrupta en poco más de un mes. Puede que yo no lo entienda, puede que
alguien que huye a la costa onubense el máximo tiempo posible se pierda cosas,
pero me resigno a creer que el descanso y disfrute propio del verano se
correspondan con una gymkhana de actividades en bañador. Una interpretación así
del verano es lo equivalente a la interpretación vital como una rueda de
experiencias de consumo rápido (que han logrado en las grandes ciudades). Una
vez más, somos capaces de utilizar el desarrollo global para fastidiarnos la
tranquilidad y la reflexión, y una vez más, los que venden esta película y las
redes sociales se alían para reafirmarlo.
El verano, más allá de la gentrificación moderna, es un descanso,
un refugio, un limbo. El verano es una estación discontinua entre
celebraciones, tranquilidad, y esa imagen tediosa de una estación dura lejos de
la playa que dibujaba Vivaldi. Empiezan a comprenderse muchas cosas por la distancia,
todo adquiere un tono más ligero y se perdona de otra manera. Siempre he
defendido el verano como esa época cuándo el lugar donde cenar ese día
constituye el mayor dilema. Esa época en la que Jack Lemon en ‘Con faldas y a
lo loco’ confiesa ser un hombre, y le contestan que nadie es perfecto. Durante
las vacaciones uno se da cuenta de qué gente está enfadada durante el año, y
quiénes simplemente son antipáticos. El verano es ese momento en que la gente
espera leer todo lo que no ha leído durante el año.
Todo esto apunta en una dirección clara, el verano de verdad es
una vida de repuesto, una nueva rutina, una mudanza estacional, vivir en la
playa. Uno vive los días sin un plan, pero ese estilo de vida se vuelve en
rutina y termina generando descanso. El verano es un redescubrimiento del ‘yo’
en las horas muertas, en la obligación personal de descansar, que no es otra
cosa que llegar a aburrirse. Me parecía admirable la vida de los personajes de
‘El talento de Mr. Ripley’ en la costa amalfitana (creo que esto me aficionó a
las camisas de manga corta), o de Cary Grant y Grace Kelly en ‘Atrapa un
Ladrón’ en la costa azul, por el hecho de transmitir una vida con desenfado,
que, de alguna forma, se asemeja a esa vida que idealizamos como verano. En mi
caso eran los paseos con mi abuelo temprano a por el periódico, los polos ‘de
batalla’ preparados para el salitre, las pandillas superlativas de gente, las
tardes de patín en las fresas, las charlas de cinco horas con Fabio y Jaime, el
olor dulce de la dama de noche, y los partidos de fútbol cuando la marea bajaba
por las tardes. El verano tiene un punto curioso, pues siempre tengo la
sensación de haber sido feliz pero nunca soy consciente de serlo, y es el único
momento en el que existe el mar en la vida de muchos.
El mejor momento del verano es antes de que llegue, y se acaba
naturalmente cuando el cuerpo pide cambio, y uno prefiere las calles lluviosas
o ardientes a seguir en su oasis particular. Esto es necesario, y señal de
descanso, porque queremos volver a la realidad y no volvernos Marcello en ‘La Dolce
Vita’, como un Peter Pan desprovisto de sentido que dice no haber visto nunca
amanecer.
Este año mi verano acabará con la misma satisfacción de siempre y
algunos descubrimientos. Me he dado cuenta de lo que aprecio cómo los señores
de Mercadona me facilitan la vida (aún más cuando uno sufre el supermercado
inglés a diario), y ha sido uno de esos pequeños detalles que evidencian lo necesario
de la vuelta a España, simplemente sentirte familiar en un supermercado. He
releído a Modiano, y efectivamente ‘El Café de la Juventud Perdida’ es
decepcionante, me recuerda al espíritu de los veranos que critico, al parecer
bonito y realmente ser insustancial. Sorrentino me ha hecho descubrir en ‘Tony
Pagoda y sus amigos’ su habilidad para la descripción con palabras además de planos
(y la comedia), y los Egon Soda han vuelto a ser el único grupo capaz de
transmitir con sus letras. También he estado a punto de ser un homicida por una
mala salida con un hierro 4, con Luis y Fernando por testigos y cómplices del
delito. He podido beber y comer demasiado, ponerme sudadera en la playa por la
noche, y no he faltado a la cita con la siesta y el posterior café con Baileys
y hielo en el Atlántico o Titanic. He estado falto de mis lecturas de
periódico, radio, y entrevistas habituales, tanto que he acabado aficionado a ‘Blanco
sobre Negro’ de Dragó. He podido disfrutar a los Arctic Monkeys en directo en
Mijas, con Alex Turner contoneándose con su ‘Jazzmaster’. Por último, me doy
cuenta de que nos hacemos mayores por el nivel de sofisticación y posterior
charla que invertimos en los arroces, lo siguiente será ver quién poda mejor el
seto de su jardín o jugar al dominó.
El año empieza en septiembre, saber qué
esperar del año es siempre complejo y a la vez alentador. Me quedo con una
frase de la camarera de nuestro bar veraniego, que resumió la estación y me
hizo mirar el año con ojos cariñosos: «La vida, para vosotros».